Festival de cine INSTAR

‘Tartessös Dune’ y el enigma de los archivos

Por ÁNGEL PÉREZ – 27 de octubre de 2024

RIALTA

Fotograma de ‘Tartessös Dune’ (2023); Josué G. Gómez

Quiero leer Tartessös Dune (Josué G. Gómez, 2023), que integra ahora una selección de cine cubano programada por el Festival de Cine INSTAR en su quinta edición, como una película sobre el archivo. O, para ser más preciso, sobre su destrucción. Aunque, en realidad, Tartessös Dune es un ensayo expresivo alrededor del cine y sobre el tiempo, que –evocando a Borges– es finalmente la sustancia de que están hechos este arte y los archivos. No por ello voy a ignorar ese desafío arrojado a los espectadores al inicio del filme, donde un cartel advierte que esta película “no ha sido reconstruida por varias copias de archivo, ni tampoco fue realizada en la época del cine silente”. Según se puede leer en ese precioso simulacro de un estropeado fotograma, cuyo contenido firman los realizadores, el “único problema [de esta obra] es que ha sido realizada por [ellos]”.

Ese gesto introductorio de Josué G. Gómez devela su fascinación (poética, sin dudas) por la materialidad de los archivos cinematográficos en que esculpe este filme, su atracción por la expresividad plástica y el misterio de esas comatosas películas de celuloide con que modela Tartessös Dune. Vale decir: su devoción por el cine, por la magia de las imágenes en movimiento. Esa expresividad y ese misterio gravitan sobre el devenir del metraje invocando un arcano y fantástico tiempo hecho con los retazos de las memorias albergadas en esas cintas.

Josué G. Gómez teje Tartessös Dune con fragmentos de unas cuantas películas desechadas debido a su alto grado de descomposición, las cuales rescató de su definitiva desaparición. Estas fueron producidas entre finales de los años ochenta y principio de los noventa del pasado siglo por aficionados de dos cineclubes de Caibarién: Lumière y Caribe. Caibarién es un municipio de la provincia de Villa Clara, ubicada en la región central de Cuba, a una considerable distancia de la capital; esa circunstancia implica a menudo, entre nosotros, estar también distante de la Historia. Posiblemente ya muy castigadas donde mal se conservaban, el destino de estas cintas parecía ser la basura. 

Josué G. Gómez entrega, de entrada, una experiencia estética. Las huellas mismas del deterioro físico del celuloide son aprovechadas para componer la mística superficie de Tartessös Dune. Esas marcas –como dejadas por el fuego–, esas desgarraduras, esos fogonazos que desvanecen los contornos del registro analógico, pasan ante nuestros ojos como un sensual y pletórico juego de formas plásticas, a veces con una violencia expresionista inscrita en su propia materialidad. Pero, por supuesto, toda película devenida archivo es, con el paso de los años, un agujero negro en la Historia: nos indica sus vacíos, sus ausencias, su fragilidad… Entonces esas sensoriales manchas y veladuras impresas por el deterioro fáctico en las películas resultan también índices inexorables del desvanecimiento de una memoria colectiva que se divisa mas no se consigue aprehender.

¿Qué significa arrojar a la basura esos filmes? ¿Por qué desechar esos testigos del pasado? ¿Estas películas descartadas qué tienen que decir sobre Caibarién? Pasan frente a nuestros ojos –envueltos en la neblina plomiza de esos desventurados celuloides, cargados del enigma con que Josué G. González los hace prosperar– pasajes del puerto de Caibarién, registros de sus calles, planos de actividades danzarias, de simulacros militares, de concentraciones masivas, algunas casas, caminatas, niños, la costa, el mar… ¿Permiten estos relampagueantes y fantasmáticos pasajes visuales descubrir, conocer un poco más ese pueblo perdido de la isla? ¿Son acaso esas películas solo una prueba del olvido institucional achacable a la misma entidad que las produjo?      

Esas no parecen ser las preocupaciones de Josué G. Gómez. Josué G. Gómez es un arqueólogo maravillado por la naturaleza del material, sindudas menos preocupado por su contenido. Él acompaña ese precario archivo con grabaciones del presente, que incrusta con puntualidad entre el cuerpo purificado de los viejos fragmentos de celuloides. Una de esas tomas muestra un espacio (visto como si fuera un gabinete de maravillas) plagado de añejos relojes de pared; un señor ajusta la hora, da cuerda, los echan a andar… En otra observamos con atención el mecanismo interior del reloj de una torre. Estas imágenes son prolongaciones de una preocupación por el tiempo desde fuera del tiempo, o sea, de la Historia. El realizador interviene esos desgastados filmes en una evocación, no del tiempo puntual que marcan los relojes, sino del tiempo de la memoria, de los sueños, de la imaginación, que es un tiempo más inextricable y es, en definitiva, el tiempo del cine.

Los relojes de Tartessös Dune, como esa brújula que irrumpe en un espléndido primer plano –dos objetos amados por Borges, obseso del tiempo–, pautan la ruta del navío en que Josué G. Gómez navega entre las ruinas de esas películas abandonadas en su intento de avistar Tartessos, esa tierra que no existe sino en el propio cine.

El material fílmico antes desechado no solo se acompaña con las tomas contemporáneas antes mencionadas; también lo abrazan las composiciones ambient y sound collage de Rafael Ramírez –un elemento que contribuye a elevar Tartessös Dune a otra remota dimensión del tiempo. Los fragmentos rescatados se manipulan en el montaje, a golpe de recortes sobre el plano, ralentizaciones de la imagen… 

Todo archivo –como subraya Didi-Huberman, en la estela de Benjamin– es un documento de barbarie, y en particular esos arruinados segmentos de celuloide no dejan de ser –ni siquiera en esta nueva vida que les otorga el filme– documentos de la barbarie específica que los condenó a la intemperie y el olvido. 

Visto retroactivamente el filme, tras descubrir el origen marginal de los materiales –después de esa experiencia de texturas, formas, sonidos e imágenes en movimiento–, no puedo evitar pensar en el olvido canceroso que padece un país que prescinde de sus imágenes. Un país sometido a la desmemoria. Este sensorial ejercicio cinematográfico de Josué G. Gómez subraya, como apuntaba el propio Didi-Huberman en Arde la imagen, que si algo singulariza al archivo es su laguna, el misterio indescifrable que guarda sobre el pasado. Claro, esa laguna es, decía él, “resultado de censuras deliberadas o inconscientes, de destrucciones, de agresiones, de autos de fe”. De modo que el semblante fantasmático de los materiales con que opera Tartessös Dune es consecuencia de haber cargado consigo “las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y ardió en llamas”.

Bien lo sabe el propio Josué G. Gómez, miembro del colectivo Archivistas Salvajes, un equipo de arqueólogos cinematográficos consagrado a rescatar el cine amateur (y no solo) hecho en Cuba por aficionados y afiliados a los cineclubs (una de las tantas instituciones hoy petrificadas y condenadas a un lánguido olvido en esta isla). 

Por supuesto, Josué G. Gómez es acá un redentor. Se inventa la mejor solución para salvar estas películas. Y esa solución es la auténtica naturaleza de Tartessös Dune. Él hace suyas sus imágenes, las despoja sutilmente de su ligazón con el tiempo en que se produjeron, y extrae de ellas su esencial sustancia fílmica. Extrae de su impotencia archivística, de su agotamiento documental, arte cinematográfico. No explora sus testimonios, más bien erige con esos materiales una tierra incógnita. Sacude su amnesia. Son vueltos a armonizar bajo oníricas sonoridades. Y nosotros caminamos por ellos al ver la película con el asombro de estar descubriendo Tartessos.

Puedes leer la nota original aquí