Por un cine cubano sin fronteras
Por LÁZARO J. GONZÁLEZ – 23 de octubre de 2024
RIALTA
Mientras Cuba enfrenta la peor crisis económica y el éxodo más significativo de su historia moderna —con más de 850 mil migrantes llegados a los Estados Unidos desde 2022 y una disminución del 18 por ciento en la población de la isla, según estima un reciente estudio demográfico–, la pregunta acerca de qué constituye el cine cubano hoy es más urgente. La crisis generalizada, que se intensificó después de las históricas protestas del 11 de julio de 2021, ha hecho la vida en la isla cada vez más insostenible. Apagones constantes, escasez de alimentos, agua y medicinas; una mayor represión política; el colapso de la industria turística, y la falta de apoyo económico de socios internacionales han obligado a muchos cubanos a buscar un futuro más allá de las fronteras nacionales.
Paradójicamente, el cine cubano ha entrado en un período de notable florecimiento creativo en medio de la escasez, la agitación política y el desplazamiento. Pese a enfrentar una censura severa en casa, una nueva ola de cineastas está ganando reconocimiento internacional por sus trabajos audaces e innovadores. Películas como Tundra, Abisal, Mafifa, A media voz y muchas otras han sido celebradas en festivales importantes y universidades en el extranjero, mientras permanecen inaccesibles en Cuba.
Al curar Cine Cubano sin Fronteras, he intentado capturar la diversidad de estas voces y la fluidez de imágenes que emergen en esta era de migración masiva. La serie refleja una visión de Cuba que ya no está delimitada por la geografía, sino que se extiende por varios continentes, creando un encuentro transnacional que conecta la multilocalidad de los cineastas mismos. Estas veinticinco piezas comprenden películas experimentales, documentales, de ficción e híbridas realizadas entre 2016 y el presente, así como restauraciones recientes. A través de sus diferencias contextuales, temporales y discursivas, también articulan un nuevo sentido de cubanía o una práctica de “ser cubano”, como explicó José Muñoz, que se reconstituye continuamente a través de la performance cultural, la memoria y el afecto, particularmente para aquellos que viven en el exilio o navegan múltiples identidades.
Muñoz posicionó la cubanía como una forma de resiliencia cultural y autoconstrucción que emerge a través de las prácticas desidentificatorias de los queers de color y otros sujetos cubanos marginados. Su conceptualización es muy útil porque desafía las ideas estáticas de la nacionalidad al enmarcar la identidad cubana como algo que se negocia, en lugar de algo puramente heredado o definido por fronteras geopolíticas. Esas negociaciones están latentes en la mayoría de estas piezas creadas en la última década. Al verlas en su conjunto también es fácil advertir cómo brindan una visión sobre las pedagogías de resistencia (término acuñado por el crítico cubano Dean Luis Reyes) de cineastas que luchan tanto con los legados de la represión estatal como con las posibilidades de reimaginar su cubanía desde fuera de las fronteras físicas e ideológicas de la nación.
La mayoría de estos directores han abandonado la isla en los últimos años, después de haber establecido carreras exitosas en Cuba. Muchos ahora residen en España o en la costa este de los Estados Unidos, mientras que otros se han trasladado a centros menos tradicionales para los migrantes cubanos, como Portugal, México y Brasil. Estos cambios destacan una creciente fluidez y multilocalidad en su trabajo y residencia, en contraste con los patrones tradicionales de migraciones cubanas hacia centros metropolitanos como Miami y Nueva York. Las razones detrás de su desplazamiento varían: desde dejar la isla en busca de mejores oportunidades académicas y profesionales, la reunificación familiar, o simplemente huir de la represión política de un régimen que produce una vida insostenible y precaria como resultado de una condición políticamente inducida. En estas circunstancias, como nos recuerda Judith Butler, filósofa y profesora emérita de esta universidad, en Frames of War: When is Life Grievable, aquellos que son “precarios” carecen de protección social y política, lo que hace que sus vidas sean más susceptibles a la violencia y el abandono.Esto nos remonta a la pregunta fundamental que planteó Ana López en 1993, cuando destacó la lucha de los cineastas y videastas cubanos exiliados (como León Ichaso y Miñuca Villaverde) por ser escuchados y considerados como tales: “Sus esfuerzos por ensamblar una identidad nacional dentro/fuera del exilio –por reconstruir una historia nacional– han sido vistos a menudo como signos de un etnocentrismo estridente, ya comprometido por sus desafíos a la utopía de la isla, en lugar de gritos angustiados de pérdida exílica, liminalidad y desterritorialización, junto con la paradójica necesidad de reconstruirse a sí mismos”.
Desde la noción temprana de una “Cuba Mayor” hasta la dispersión actual de cineastas nacidos y formados en la isla, el paisaje cinematográfico de una nación en constante cambio se vuelve cada vez más poroso y elusivo. En la incertidumbre de nuestro presente, llevamos nuestra cubanía –nuestra forma “acentuada” de ser– a los rincones más inesperados del mundo. Es crucial entender que una existencia precaria como cineastas, curadores y académicos minoritarios, operando en los márgenes del aparato estatal, no desaparece cuando vivimos en el extranjero.
Pero quiero ver esa condición minoritaria (algo que no es exclusivo de los cubanos), y la resistencia a la asimilación que a menudo acompaña la adopción de formas intersticiales de hacer cine, como un factor positivo que ha estimulado la madurez de las producciones cubanas actuales: la desconexión del flujo patriarcal de poder y recursos que el Estado cubano proporcionaba desde los años sesenta a las películas y los creadores cómplices de la reproducción de su ideología. Como señaló en 2015 Zaira Zarza, académica cubana radicada en Canadá, un número creciente de cineastas cubanos ahora “experimenta la agencia de hacer cine sin la carga de representaciones vinculadas al Estado-nación” (173). Este impulso hacia una mayor autonomía tiene raíces profundas en la historia del cine cubano, pero alcanzó un punto crítico en el nuevo milenio con el auge de la producción independiente.
En la última década, gran parte de esta producción cinematográfica ha ocurrido fuera de la industria cinematográfica oficial de Cuba –ICAIC– y sin el apoyo directo del Estado. Aunque el reconocimiento legal de entidades audiovisuales independientes en 2019 marcó un avance después de años de negociaciones, esa aparente victoria no garantizó una verdadera libertad artística y autonomía. En cambio, ha servido para ilustrar los límites de la tolerancia estatal, como se vio en el aumento de la censura y el desmantelamiento de espacios críticos para nuevas voces emergentes, como la Muestra Joven, que fue durante veinte años no solo una posibilidad de exhibición sino también un espacio formativo para la mayoría de los cineastas contemporáneos.
Incluso otros logros, como la creación del Fondo de Fomento para el Cine Cubano, han sido criticados por la Asamblea de Cineastas Cubanos como meras simulaciones de un verdadero apoyo. La Asamblea ha condenado repetidamente la falta de verdadera independencia del Fondo, la manipulación de sus mecanismos de supervisión y su negativa a proyectar en los teatros nacionales películas como las que ustedes podrán apreciar aquí, así como la necesidad de que podamos tener una ley de cine. Desde su establecimiento formal en 2023 –tras años de acalorados debates entre 2013 y 2016–, este grupo independiente ha abogado por un cine libre de censura y exclusión. La propia Asamblea se ha convertido en un símbolo de la creciente red archipelágica de cineastas cubanos, conectando y empoderando a creadores en la diáspora a través de plataformas digitales como su canal de WhatsApp.
Estos cambios señalan una de las desviaciones más significativas del canon posrevolucionario, donde cineastas como Santiago Álvarez y Tomás Gutiérrez Alea, a través del ICAIC, produjeron obras alineadas con el ethos revolucionario. En contraste, el cine cubano contemporáneo se caracteriza por una descentralización, alejándose de lo que Michael Chanan describió como el papel del cine de entonces en la “gestión cultural estatal” (cultural statecraft), vinculada a los ideales utópicos de la Revolución. De hecho, podría decirse que las obras más revolucionarias de hoy se producen fuera de las instituciones estatales, impulsadas por iniciativas autofinanciadas y la colaboración de una red geográficamente dispersa de cineastas. Esta dispersión ha ampliado el espectro de voces dentro del cine cubano, posibilitando perspectivas históricamente marginadas (femenina, afrodescendiente, queer, diaspórica) por el aparato cultural del Estado. En consecuencia, la noción de cine cubano ha sido redefinida radicalmente, pasando de su gestación como ese proyecto nacional orientado hacia el reflejo del Estado-nación a una pléyade de narrativas transnacionales que expanden los imaginarios cubanos a través de fronteras, lenguajes y la intersección de múltiples identidades.
En estas nuevas condiciones, se observa un creciente rechazo a la necesidad de expresar una identidad colectiva o ideología nacional. Este cambio se manifiesta no solo en los modos de producción, sino también en el enfoque narrativo y estilístico de las películas. En lugar de grandes relatos unificadores, predominan narrativas autorreferenciales, microhistorias y una especie de fiebre archivística, que busca desenterrar las historias ocultas bajo el relato colectivo. Este giro, que combina lo afectivo y lo archivológico, no supone un abandono de la crítica social; más bien, permite un retrato más complejo y matizado de las vidas cubanas. En este sentido, estas obras parecen responder a una “cubanía en diferencia”, si se me permite el collage entre el caribeñismo de Stuart Hall y el de Muñoz.
Mediante su impulso subversivo, esta nueva ola de cineastas rompe deliberadamente con los legados del neorrealismo, un cine propagandístico o cualquier adherencia a una “verdad” histórica moldeada por los marcos ideológicos de un régimen totalitario. Al posicionarse en la periferia de lo “nacional”, sus obras generan una mirada contra-archivística que desafía la épica revolucionaria y su historiografía, moldeando lo que veo como un cine que atraviesa cada vez más fronteras, y que, en ese limbo, se transforma también en un cine sin Estado, cuasi apátrida. Este calificativo se dibuja más oportuno que la etiqueta “independiente”, que a menudo implica autonomía de mercado, fuentes de financiamiento o libertad creativa.
En cambio, esa otra posibilidad (la de un cine sin Estado) surge de una condición que no está sujeta, y de hecho resiste activamente, las estructuras hegemónicas del Estado-nación, produciendo narrativas que permanecen en diálogo con sus orígenes mientras se niegan a conformarse con categorías de identidad impuestas tanto por la patria como por el país anfitrión. Se entrelaza con una subjetividad exílica que no es solo física sino también ideológica, como una estructura de sentimiento, una negativa a habitar identidades nacionales predeterminadas. Prefiero este concepto porque refleja la paradoja de la existencia precaria, y al mismo tiempo exitosa, de muchas de estas películas y sus creadores, a diferencia del término independiente, que puede sugerir una ilusión de autonomía.
Este giro desestatalizador surge, primero, de una política de rechazo contra el control necropolítico del Estado cubano y, en segundo lugar, de las dificultades que enfrentan los cineastas desplazados por su propia alegalidad, en muchos casos dada su condición de refugiados, y también para obtener financiamiento o integrarse a nuevos paisajes cinematográficos. Podría decirse que, incluso aquellos que permanecen en la isla, pueden encarnar hoy una forma de ese cine hecho a pesar del Estado. En esencia, esta condición apátrida se aplica a cualquier cinematografía que habita los espacios liminales de pertenencia que no son completamente aquí ni allá.
Al considerar la “Cuba Mayor”, esta genealogía de cine en oposición al aparato estatal se remonta a los primeros días de la Revolución, comenzando con la censura de PM (1961), etiquetada como la primera película contrarrevolucionaria por el régimen de Castro. Esta línea continuó a través de la marginación de obras críticas en la diáspora como Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal; Inside Downtown, de Nicolás Guillén Landrián y Jorge Egusquiza Zorrilla, y Tent City, de Miñuca Villaverde, o películas que representaban otras sensibilidades, como Mérida proscrita del marielito queer Raúl Ferrera-Balanquet. Irónicamente, estas películas no solo fueron excluidas del canon oficial del cine cubano, sino que también fueron ignoradas en las historias académicas producidas por investigadores estadounidenses y europeos. Los cineastas de hoy, tanto en la isla como en el exilio, se enfrentan a esta historia cargada de censura, miedo e incertidumbre, creando obras que abordan abiertamente las narrativas sancionadas por el Estado, aunque eso les cueste la “desaparición” o el escarnio de una prensa oficialista, que se entretiene en acusar de apátrida o mal nacido a cualquiera que piense de manera diferente. Por otro lado, ese posicionamiento ayuda a disolver las fronteras estéticas, geopolíticas e incluso epistemológicas que de otro modo podrían constreñir nuestras vidas y la supervivencia de nuestro cine. Imaginar un cine cubano sin fronteras significa así abrazar una identidad sin Estado, y una afirmación positiva de la hibridación de nuestra identidad cultural.
Con esos horizontes, revisar el legado de Landrián y fascinarnos con su contemporaneidad no es solo un acto de recuperación, sino una forma de reimaginar el futuro. Landrián se convierte en nuestro benjaminiano “ángel de la historia”, recordándonos que el verdadero progreso requiere enfrentar el pasado y reconocer el sufrimiento y las injusticias oscurecidas por la fachada de la retórica revolucionaria. Sus películas sepultadas por el moho corrosivo del totalitarismo reflejan la vulnerabilidad del cine cubano reciente, pero también su resiliencia. Por eso comenzamos Cine Cubano sin Fronteras con el documental Landrián de Ernesto Daranas, una película impulsada por un deseo archivístico, que nos recuerda la necesidad de esfuerzos similares para preservar y reclamar nuestras historias.
Desde mi punto de vista, la proliferación de revisitaciones reflexivas y reparativas de este tipo (también pensando en El caso Padilla, por ejemplo) señala un renacimiento para el cine cubano, donde el compromiso social se expresa mediante el cuestionamiento de la hegemonía cultural y el desempolvamiento de tantas zonas de silencio que parecían irrepresentables pocos años atrás. De manera similar, se observa una recurrencia de dispositivos formales más porosos (uso de estructuras fragmentarias y epistolares, multilingüismo) que despliegan narrativas a través de orientaciones archipelágicas. Estas modalidades sitúan los imaginarios cubanos no solo dentro de la isla, sino en el no-lugar del proceso migratorio y también en diálogos con otros espacios, generando una red de cineastas comprometidos con el cuidado y la redefinición de la identidad nacional.
A través de este enfoque, la cubanía se perfila no como un territorio fijo, sino como una identidad en constante flujo y sometida a procesos disidentificatorios, como una planta que germina en los parajes más inhóspitos. El creciente número de películas que narran desde esa alteridad pone de relieve la magnitud del desplazamiento y sus consecuencias emocionales. Estas obras suelen estar marcadas por una añoranza melancólica por Cuba –un motivo recurrente en películas aclamadas como A media voz (ganadora del premio al mejor largometraje documental en el IDFA) y en cortometrajes recientes como Petricor, Souvenir, La historia se escribe de noche, y mi propia película, Parole. Este giro temático ha llevado al crítico cubano Antonio Enrique González-Rojas a identificar estos últimos cortometrajes como emblemáticos de una nueva ola en el cine cubano –caracterizada por narrativas fragmentadas, íntimas y existenciales. Él describe este lenguaje cinematográfico emergente como una “poética del desarraigo, la ausencia, la angustia y la oscuridad”, que teje una imaginería lírica para capturar la profunda dislocación y la turbulencia existencial de la vida en el exilio. Esta reimaginación se materializa a menudo en figuras simbólicas, como el motivo recurrente de la madre que se desvela por sus hijos: una imaginería que atraviesa varios cortometrajes de esta serie y se ejemplifica también en una variante más insílica en la ópera prima de Alan González, La mujer salvaje.
La novedad de estas películas no reside únicamente en documentar un #stado transitorio o temáticas no abordadas usualmente, sino en sus prácticas antiesencialistas, donde la pérdida se convierte en una fuerza creativa. Estas obras utilizan la ausencia y la dislocación no como simples registros, sino como vehículos para redefinir la identidad y el sentido de pertenencia, transformando el cine cubano en un medio que supera los marcos fronterizos de lo nacional. En este sentido, esas nuevas topografías configuran un espacio de convergencia, como una isla que se reitera no en sus límites, sino en su capacidad de expansión y diálogo con lo global. El acto de filmar, entonces, se convierte en un mecanismo generativo para construir identidades a través de nuevas políticas de ubicación, formando comunidades que reconfiguran constantemente la experiencia diaspórica y abren caminos para la creación de nuevas formas de pertenencia.
Sin embargo, es importante no perder de vista que el potencial transformador (ya vivo en estas películas, a pesar de las vulnerables economías de sus cineastas) también depende de políticas de exhibición comprometidas con los desafíos del presente. Esto es particularmente complejo cuando más cineastas cubanos se encuentran en condiciones liminales, y con menos espacios para mostrar sus creaciones. En este contexto, iniciativas como el Festival de Cine INSTAR –organizado por el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (fundado por la artista cubana Tania Bruguera)– juegan un papel crucial, y su colaboración ha sido también decisiva para darle vida a Cine Cubano Sin Fronteras.
No se puede soslayar la urgencia de espacios alternativos para la emergencia de nuevas voces cinematográficas. Y hago especial énfasis en INSTAR, no solo por nuestra colaboración inmediata sino también como un reconocimiento al marcado valor historiográfico de su gestión cultural, como proyecto que se ha encargado no solo de la visibilización sino también de la preservación durante ya cinco años de un cine transfronterizo y antihegemónico. Esa misión –que entiendo como una praxis curatorial comprometida con nuestro devenir cinematográfico– continúa limitada dentro del marco insular por la censura del Estado cubano, lo cual ha obligado a buscar alternativas como habilitar una plataforma digital (FestHome) durante las iterancias del festival. Lamentablemente, tampoco una muestra como la que se ha logrado articular en el Pacific Film Archive podría ocurrir hoy en ninguna de las salas donde todas estas generaciones de cineastas cultivaron su amor por el cine. He ahí una paradoja que deja mucho terreno para la investigación.
Para evitar caer en un pesimismo paralizante, me alienta ver cómo estas iniciativas ya no son esfuerzos aislados ni producto de un “etnocentrismo estridente”, como lo describía Ana López en su incisiva crítica de los mecanismos que complican y silencian nuestro cine. En los últimos meses, han surgido propuestas similares organizadas de manera independiente por cineastas cubanos en diversas partes del mundo, como la reciente Muestra Archipiélago Fílmico, celebrada hace poco más de un mes en la Ciudad de México. A pesar de la vigilancia y las campañas difamatorias, la supervivencia y la expansión de proyectos de esta magnitud[1] demuestran que, incluso en un contexto adverso, es posible crear puentes que, hasta hace algunos años, parecían inalcanzables. En este sentido, mi deseo es que esta muestra funcione no solo como un homenaje a ese cine sin apoyo estatal en su conjunto, sino también como un reconocimiento a la constante puja por mantener con vida una cinematografía que trasciende más fronteras. Esta tarea involucra a creadores, festivales de cine, espectadores, y más investigaciones que entiendan el cine de la Cuba Mayor desde su complejidad, en lugar de fetichizar una utopía que solo podría ser vista a través de las aberraciones de una melancolía de la izquierda que da la espalda a las luchas de los ciudadanos cubanos o utiliza, como un souvenir museológico, los espectros del comunismo, tal como nos recuerda Heidi Hassan.
Más allá del colapso de las utopías, esta serie plantea preguntas fundamentales. ¿Cómo el éxodo interminable del pueblo cubano y de sus cineastas reconfigura nuestra comprensión del cine cubano contemporáneo? ¿Existe todavía una identidad cinematográfica cubana unificada –si es que alguna vez existió? ¿Qué papel juegan los cineastas diaspóricos e independientes en la redefinición de los contornos del cine cubano actual, y cómo interactúan sus obras con, o resisten, las nociones tradicionales de “cine nacional”? ¿Cómo se relacionan estas películas con la noción misma de “cubanía”? Además, considerando la falta de estudios sobre el cine cubano-estadounidense, una brecha señalada por Chon Noriega y otros académicos, surge una pregunta crucial: ¿será productivo abordar la cubanía desde una perspectiva que reconozca plenamente los elementos “otros” representados por el guion –como en cubanoamericano o cubanohispano– y otras identidades diaspóricas?
Estas preguntas no tienen respuestas fáciles, pero están inscritas en la textura misma de las películas que vamos a ver. Más allá de las conclusiones, esta serie los invita a conectarse con un movimiento cinematográfico vivo y a celebrar la resiliencia de quienes, pese a la precariedad, siguen produciendo cine que destila una profunda cubanía. Visualizamos un futuro en que las imágenes den testimonio de nuestras luchas y sigan cultivando un sentido de comunidad que trascienda el silencio y la desmemoria. Concebir un cine sin fronteras, floreciendo aquí en Berkeley –cuna del Movimiento por la Libertad de Expresión–, nos recuerda que la lucha por la libertad creativa e intelectual sigue siendo tan vital hoy como lo fue hace sesenta años.
[1] Proyectos curatoriales previos como Cuban Cinema under Censorship en el MoMA de Nueva York y “Tierra sin imágenes: lo ausente en el cine cubano” en Documenta, Kassel, también revelaron la tensión que ha configurado de manera decisiva el paisaje de lo que hoy se considera cine cubano, poniendo en evidencia las lagunas historiográficas y epistemológicas que continúan definiendo este espacio en constante disputa.
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