La ciudad y las palabras. A propósito de ‘Parole’, filme de Lázaro J. González
Por ÁNGEL PÉREZ – 31 de octubre de 2024
RIALTA
Mientras pasan los créditos iniciales de Parole (Lázaro J. González, 2024), sobre negro, se escucha la voz de una mujer que grita. Parece la voz de una mujer cubana. Cuando irrumpe la imagen, un plano fijo encuadra al realizador, en ángulo frontal y desde una prudente distancia. Está sentando en un banco de algún espacio público. La imagen es sutilmente gélida; se figura un día frío, de otoño o de invierno. Hay poco movimiento. Algunas personas caminan al interior del plano, un señor se encuentra sentado al otro extremo del banco, se ven palomas en el piso, y al fondo se observan pasar varios automóviles. Los gritos de la mujer invaden la imagen y se produce una disonancia, una tensión… Lo que vemos corresponde a California, Estados Unidos, donde vive Lázaro J. González. La voz proviene al parecer de los mensajes de audio que, regularmente, el director recibe de su madre a través de WhatsApp. ¿Se escucha desde la isla realmente esa voz? Ahora escuchamos a la mamá de Lázaro decir que en su barrio se comenta que mucha gente se está yendo de Cuba.
En ese primer plano, Parole cifra todo su sentido. Ese instante viene a ser el pareado final de un soneto inglés, cuyos cuartetos, inversamente, conoceremos en lo adelante. Parole no representa; es la experiencia de un emigrado, su experiencia subjetiva. Y es tan elocuente al respecto porque González impregna la forma (el manejo expresivo de la fotografía, el puntual anudamiento de audios e imágenes) de su estado emocional: esa desconexión con el lugar donde ahora vive que sacude/impacta su ser. Parole es una puesta en cine de las sensaciones que experimenta su autor tras haber intentado dejar atrás un mundo del que finalmente no se puede desprender, un mundo que lleva siempre consigo.
Comprende que ese mundo también es su mamá. Ella es su patria y es Cuba. Desde la distancia, a través de los mensajes de audio, ella se adentra en la ciudad que su hijo habita. En esa tensión entre documentación y mensajes (que en realidad es un diálogo productivo) se condensa la pena subyacente al convencimiento de que no hay vuelta atrás. Se escucha decir a la madre: “Es verdad que tú no debes volver hasta ver qué podemos hacer. No, no, tranquilo ahí, ni pienses en eso […] es mejor esperar; hasta a mí me daría terror que te suceda cualquier cosa y que después no puedas virar”. Por sobre las contrariedades económicas que hacen vacilar a González sobre una posible visita a Cuba, en ese comentario se destila la magnitud de la situación que empuja a emigrar a los cubanos. El miedo a quedar encerrado en la isla fuerza a postergar incluso un breve reencuentro familiar. Y semejante zozobra está inevitablemente acompañada por la sensación de vivir siendo otro; el espacio es un espejo donde reconocer semejante condición, cada escueta conversación con algún nativo también. Los contados encuentros que sostiene González ocurren siempre fuera de cámara –y no solo porque la cámara son sus ojos o porque la ciudad es su cuerpo y habla por él—, sino porque, a ratos, el realizador deviene una presencia espectral, un individuo que no acaba de encontrar tierra fértil donde echar raíces. En esta experiencia documental él es menos un cuerpo y más una voz, una voz que se desliza entre avenidas y callejones.
Dije que la ciudad en Parole es el cuerpo del realizador, cuando en puridad debí decir que es el enunciado de sus sentimientos. Parole es una película física: graba en el perfil que registra de la ciudad las percepciones del emigrado, sus colisiones íntimas –según el director son los lugares que frecuenta, por donde suele pasar cada día.
Dos motivos del criterio fotográfico llaman la atención al respecto. Primero, el trabajo con planos fijos, siempre frontales y subjetivos, que recortan fragmentos de esa ciudad como si se tomaran “postales” de un pueblo para enviar en Navidad. (Alguna vez González confiesa que el documental es para enseñar a su madre el sitio donde vive). Después, esa recurrencia, una y otra vez, de los mismos motivos urbanos, arquitectónicos, del tránsito… que reafirma la sensación de rutina. Esa recurrencia es la materia de su tiempo, y en consecuencia el tempo de la narración. Dicha intencionalidad en el diseño visual postula que no estamos dentro de la ciudad real, sino dentro de la ciudad que Lázaro González vive. O para ser más preciso: Paroleentrega la estampa que la ciudad devuelve de sí misma al realizador, una ciudad filtrada por su subjetividad, sus afectos. Cada espacio, cada motivo urbano o arquitectónico deviene entonces un símbolo que rezuma e su angustia, su desconcierto, su soledad tal vez, el reconocimiento de su ser exiliado.
Dije que la cámara parecía reproducir su mirada, y no quise decir, simplemente, que es una cámara subjetiva. Quise decir que en la imagen compuesta se escurre cómo Lázaro contempla su alrededor. Cuando vemos al director dentro del plano se produce un sutil extrañamiento: se contempla a sí mismo. Contadas veces aparece frente a cámara realmente, casi siempre en su apartamento; quizás porque ahí se siente seguro, menos expuesto y vulnerable. Pero incluso en su apartamento se presenta siempre tendido sobre un sofá recostado contra una ventana, en evidente postura de introspección.
La ciudad documentada, en definitiva, postula su desasosiego, permite atisbar la espesura de sus circunstancias. Callejones prácticamente vacíos por donde apenas caminan personas, terminales de metro, calles atestadas nomás de automóviles en tránsito, escaleras mecánicas vacías o donde apenas se encuentran tres o cuatro personas concentradas en sus teléfonos, ciertos establecimientos nocturnos… Esos motivos vuelven una y otra vez… Y su figuración recuerda un poco el clima de la pintura de Edward Hooper, donde el espacio no importa en tanto registra puntualmente algún lugar de la urbe, sino por las emociones que evoca. El espacio en Parole, el conjunto de espacios exteriores e interiores, desprende esa melancolía que poéticamente el pintor imprimía a sus lienzos.
Quizás un plano clave del documental (y es un documental solo por convención) es aquel que, hacia mediados de la película, presenta a su creador en plano americano, de frente, de pie en el separador de una avenida de dos vías por donde transitan, en ambas direcciones, autos y motos. Es de noche y la composición aprovecha la expresividad de los estallidos de luz de los carros. Se escucha una música pesarosa, en español. Es una imagen elaborada, plástica. Y se escucha también, en algún instante, un mensaje de la madre en que pide disculpas por insistir en un dinero que él no tiene para enviar a Cuba. Mas no importa tanto esa turbación experimentada por la inestabilidad económica que supone la vida en el exilio, o por la presión de tener que ayudar a su familia. En esta imponente imagen importa la sutileza con que se alegoriza, como sucedía con el plano inicial, la punzante encrucijada afectiva en que el realizador se encuentra; no importa las razones puntuales que la determinan, sino su suficiencia al describir una condición subjetiva del emigrado.
En lo adelante, el filme deja ver al director en un subrepticio tour de force: intenta encontrar Cuba en cualquier figura o entorno de la ciudad. En el curso de este acontecer, la cámara se detiene en varios establecimientos de comida. Evoca a Cuba por contraste: la abundancia de California hace flotar en su memoria la escasez de Cuba. Hacia el final, en algún sitio, de noche, el director comenta: “Mami, esto sí se parece a Cuba”. Pasan unos pocos planos, y agrega: “Bueno, mami, me acabo de encontrar el potaje de chícharo de la universidad, de todas las becas de mi vida…”. Pero dice la madre que no son iguales, que los cubanos son “balas” y esos tienen “carne de puerco”. En un guiño proustiano, esos chícharos estimulan el recuerdo de un tiempo de crisis, que es aún tiempo de su madre.
En su habitación se alcanza a ver una bandera cubana. Cuba es algo que no puede perder. El título del documental, sin dudas, evoca el permiso de residencia que permite a los cubanos viajar bajo patrocinio a los Estados Unidos. A esa posibilidad se aferra ahora para traer consigo a su madre. Pero volver a estar junto a ella fuera de Cuba no es solo lograr que escape de la precariedad inherente a la vida material del país (asunto sobre el que ella insiste en sus mensajes de audio). Es también recuperar uno de los fragmentos de sí que quedaron atrás, que condiciona esa sensación de incompletitud, de inseguridad, en el lugar de acogida.
Por estos días, Parole compite por el Premio Nicolás Guillén Landrián que otorga el Festival de Cine INSTAR. El evento tiene entre sus objetivos auscultar las cualidades de ese cine cubano emprendido fuera de la isla hoy, cuando el fenómeno migratorio se intensifica en Cuba y son cada vez más los creadores residentes en la diáspora.
La condición de emigrante/exiliado de tantos directores está motivando otras maneras de pensar, sentir, ser cinematográficamente Cuba, de dialogar con Cuba, de ser cubano. Es un tema que vuelve sistemáticamente al “cine independiente”, resuelto en exploraciones que abarcan múltiples facetas (las motivaciones que instan a emigrar, la índole de las rutas migratorias emprendidas, y la manera en que se experimenta corporal, emocional y racionalmente la condición misma de emigrante, tal como hace Lázaro J. González en su película). Cada filme es un nuevo perfil, pues estos autores no hablan sino de/desde su yo; cada filme es una inflexión sobre sí mismos que hace de la obra un escalpelo anatómico y un archivo personal.
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