Festival de cine INSTAR

Homenaje al realizador cubano Manuel Marzel en el Festival de Cine INSTAR

Por ÁNGEL PÉREZ – 15 diciembre, 2023

RIALTA

‘A Norman McLaren’, Manuel Marzel, dir., 1990

La segunda edición del Festival de cine INSTAR acabó hace apenas tres días y, una vez más, el evento independiente contribuyó a visibilizar la pluralidad de voces presentes en la trama artística cubana, pese a que enfrenta un poder político hegemónico empeñado en regular la vida cultural del país. Entre el programa del Festival se destacó especialmente una retrospectiva del cineasta Manuel Marzel, integrada por versiones remasterizadas de tres de sus relevantes obras: A Norman McLaren (1990), Evidentemente comieron chocolate suizo (último rollo) (1991) y La ballena es buena (1991); merecido homenaje que coloca frente al lente de la crítica, nuevamente, a una de las voces más auténticas y audaces de nuestro cine.

Marzel es otro nombre en la nutrida lista de artistas cubanos malditos. Condenado a vivir en el exilio por una política que castiga el pensamiento diferente, este realizador ha fraguado una obra de inapreciable valor para el arte insular, que ha permanecido ya por demasiado tiempo en las periferias de la Historia de la cinematografía nacional. Su aventura estética –ciertamente dadaísta, como la ha calificado la crítica– desentonó demasiado con la cosmética favorecida por el poder, e inevitablemente pagó un precio bastante alto.

Este creador se jacta en la turbulencia de la experimentación. En el momento de su aparición, las películas que realizó fueron la apoteosis de la diferencia en el centro de un cuerpo cinematográfico demasiado estandarizado. Él era, entonces, uno de los signos de ruptura –quizás el más radical– que en ese instante avizoraba el advenimiento de lo nuevo.

Entrados los años noventa, A Norman McLaren, Evidentemente comieron chocolate suizo y La ballena es buena revisaban la tradición del cine experimental desde una genuina emancipación autoral. Frente a esas obras se revela un pensamiento fílmico auténtico, impactado por el mejor legado vanguardista. Al volver sobre ellas, el Festival ha querido posicionar a su autor en el justo lugar que le corresponde en el devenir del cine cubano; un gesto imprescindible en el proceso de reescritura que experimenta su Historia hace varios años.

Durante demasiadas décadas, la narrativa histórica del cine nacional se ha visto regida, primero, por los imperativos políticos del discurso “revolucionario”, y, segundo, por la autoridad de las narrativas y las estéticas privilegiadas por el mainstream cinematográfico –que reprime tanto la libertad misma del cine–. El rescate y la visibilización del trabajo audiovisual de Marzel es la demostración de que el cine cubano no ha sido monocorde jamás, y demanda ya un nuevo ajuste de su memoria y concepción.

Realizadas en el ICAIC, en la EICTV o al margen de cualquier institución, estas películas entroncan con una tradición del cine cubano todavía por contar con el debido rigor. Su concepción estética, en principio, desconoce el sociologismo que ha constituido la medida de la cinematografía insular. Marzel –junto a unos pocos que lo acompañaron en su época– tuvo la grande osadía de replantear las reglas del juego: no ya la manera en que se concebía/manejaba el lenguaje audiovisual, sobre todo los términos de la relación de ese lenguaje con lo real, con el curso de los acontecimientos históricos y la política.

En Cuba, el tipo de relación creativa que este realizador mantiene en sus películas con la imagen en movimiento –la burla del referente a favor de una autonomía de las formas y la catarsis continua del lenguaje–, se ha visto siempre subordinada frente a la necesidad de describir el mundo, el afuera. (Incluso la crítica se ha empeñado demasiado en leer los filmes desde un ángulo que prioriza sus vínculos con el contexto.) Al negarse de la manera más rotunda a participar de ese panorama, Marzel estaba potenciando la inventiva y la osadía artística. En sus filmes es posible advertir una audacia que redimía al cine cubano de un cerco programático que había condenado la rebeldía artística de que gozó en los años sesenta. La potente singularidad de este creador prometía hacer prodigiosa también la década del noventa.

A Norman McLaren, el primero de los extraordinarios cortometrajes de Marzel, deja ver un artista absolutamente resuelto. Es difícil encontrar una obra inicial que presuma, no ya del brío experimental y la irreverencia, fruto quizás de la juventud, sino de la aguda visión fílmica, la originalidad en el manejo de las formas, la organicidad y la riqueza imaginativa de esta película. Algunas técnicas de animación, descartes de películas y una precisa banda sonora, fueron suficiente para construir un ensayo audiovisual que ponía de cabeza todo lo que se estaba haciendo en el momento. El frenesí visual de A Norman McLaren es un derroche de sensibilidad heterodoxa que arremete contra todo molde y metodología. Lamentablemente se frustró ese camino que estaba ensanchando la mirada de nuestro cine en aquella época –incluso otros creadores que compartían el ánimo de Marzel no han vuelto a mostrar la virulencia que en ese instante dinamitaba todos los enclaustramientos–. Visto con el privilegio del tiempo, este cortometraje fue un explosivo en el centro mismo de la crisis de lenguaje vivida entonces por el cine cubano.

Luego, las ambiciones creativas latentes en Evidentemente comieron chocolate suizo, todos los recursos dispuestos para crear ese mundo caótico plagado de absurdo e ironía, evidencian una pródiga madurez creativa. En la naturaleza de la puesta en escena –marcadamente teatral–, en la dinámica de las acciones de los personajes, en el diálogo entre la imagen y la música (Amaury Pérez conduce con dos de sus canciones todo el metraje) hay una percepción muy esencial de aquello que pudiéramos llamar la cubanidad que al excesivo realismo de nuestro cine se le ha escapado.

Además, sin necesidad de apuntarlo en su argumento, este filme, como también La ballena es buena, fue capaz de aprehender la sensibilidad de una época cuyo modelo de sociedad se encontraba en plena decadencia, estremecido por contundentes acontecimientos históricos. En ambas obras, habría que advertir, todavía, para comprender su verdadera relevancia, la belleza y la expresividad de la fotografía; la elaboración tan precisa de los planos, tanto en su composición externa como interna. Ciertamente, la dinámica entre la acción de los personajes y el dueto fotografía/montaje resulta de una intrepidez extraordinaria en cada uno de los filmes.

A fin de cuentas, toda la filmografía de Marzel está atravesada por un ánimo de trasgresión que desconcierta al espectador incluso en la actualidad. La pasión de este director por las imágenes en movimiento injertaba en Cuba un replanteamiento del cine mismo. No se supo comprender…

A Norman McLaren, Evidentemente comieron chocolate suizo y La ballena es buena, y el resto de los filmes de Marzel, en su momento, fueron un grito de libertad creativa. Pero esa libertad no residía sólo en el carácter irreverente con que se instrumentaba el repertorio expresivo, ni en el principio lúdico que soporta la estructura del relato. Esa libertad se encontraba allí donde la poética forjada por el realizador resultaba impenetrable para el poder político; las imágenes de la obra de Marzel no podía ser capitalizadas por el atrincheramiento ideológico de ninguna época.

Al rescatar la obra de Marzel, el Festival de cine INSTAR deja una lección: mientras se privilegie los paradigmas tecnológicos, industriales, políticos, productivos o nacionalistas dictados por la norma para escribir la Historia, no se advertirá jamás con certeza la potencia estética de este creador, la puerta que su obra abrió para que el cine cubano se expandiera más allá de sí mismo, ni la complejidad real que ese mismo cine ha experimentado en el suceder del tiempo.

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