El futuro del cine cubano
Por ORLANDO ROJAS – 10 diciembre, 2021
RIALTA
Ayer vi una película que me tuvo la noche en vela. Se trata del film Quiero hacer una película, realizada por Yimit Ramírez y un equipo de intrépidos cineastas cubanos.
No estoy en condiciones ahora mismo de escribir una crítica de la película. Sobre todo porque es tan compleja, inteligente y original que para hacerlo necesitaría una segunda visión. Ello, sin embargo, no me impide pensar que mi futuro como cineasta, y el de tantos otros que como yo se han lanzado o han sido lanzados al vacío en el momento en que estaban alcanzando su definición mejor, depende de la suerte que corra este excepcional debut de Ramírez.
Quiero hacer una película es una obra fundamentalmente transgresora y, como tal, un ejercicio de libertad y coraje extremos. No hace falta vivir en Cuba ni conocer personalmente a Yimit (como es mi caso), para comprender que su film es el manifiesto de su honestidad como artista y, de paso, el manifiesto de toda una generación de cubanos. No quiero ser hiperbólico, pero no hallo otra obra en la filmografía nacional —institucional e/o independiente— que en ese sentido la iguale.
Yimit nos ha regalado, sin aspavientos ni falsas poetizaciones, un film que es émulo del Sin aliento de Jean Luc Godard, uno de los puntos de arranque de la Nueva Ola Francesa. Jugando con los dos términos más usados por el poder cultural y la crítica posrevolucionarios, siempre apurados en precisar un «deber ser» para el cine nacional, este film es responsablemente irresponsable.
Ramírez relata en su primer largometraje una emocionante historia de amor. Los que no lo comprendan así y prefieran clasificarlo como un film políticamente inconveniente o una película porno, tienen en la rutina múltiples razones para hacerlo. No hay tampoco en el cine nacional una historia de amor (o de amistad) que no haya necesitado de coartadas ideológicas, moralistas o aleccionadoras, para justificar su esencia romántica.
Con menos de lo logrado por Ramírez en QHUP, ha llegado el franco-argentino Gaspar Noé más de una vez al «olimpo» de Cannes, y con ello ha logrado espacios universales para un cine más innovador y arriesgado, tanto desde el punto de vista conceptual como formal.
Pero sucede que el contexto en que tiene lugar el film es la Cuba de hoy, repleta de problemas, contradicciones, polarizaciones; una realidad que se antoja a muchos como laberinto sin salida. Ocurre además que uno de los personajes de la historia, el coprotagónico antihéroe, tiene criterios negativos acerca del «apóstol de la patria». Y acontece, por último, que el antihéroe, en su pasión por filmar lo que pasa a su alrededor, sorprende a cubanos exteriorizando opiniones controversiales durante acontecimientos reales, como la visita de Obama, el concierto de los Rolling Stones, o el anuncio de la muerte de Fidel Castro en un acto público.
Todos esos elementos han sido suficientes para condenar el filme al ostracismo y, lo más probable, para convertir a Yimit en un apestado. Al parecer, nuestros promotores culturales ignoran una máxima elemental: una obra no se «clasifica» por los «bocadillos» que diga un personaje. Parecen olvidar también que un Balzac monárquico fue considerado por Marx como el más perfecto de los historiadores. Así, en lugar de celebrar su nacimiento, las instituciones oficiales cubanas han decidido condenar la obra fílmica más importante de la reciente producción nacional a la muerte.
En la otra orilla, en la segunda ciudad más poblada de cubanos, la cinta hasta ahora está sufriendo el mismo castigo. En tiempos en que yo era el director artístico del Teatro Tower, de Miami, el film y sus autores hubieran gozado de una premier por todo lo alto y una amplia exhibición comercial. Así se hizo con otra obra notable, Santa y Andrés, de Carlos Lechuga.
Tal vez las causas del silencio miamense sean la pandemia de Covid-19, o el recrudecimiento de la sanciones contra la población cubana, que pica y se extiende. Ojalá no sea que el Festival de Cine y el Teatro Tower, ambos bajo las alas del Miami Dade College, prefieran ahora promover panfletos políticos sin mérito artístico para satisfacer los gustos y sensibilidades de la parte del exilio cubano que aún maneja el timón ideológico de la ciudad.
¿Qué diría Martí si se enterara que por preservar su honra se está impidiendo al público cubano disfrutar la mejor actuación femenina que el cine nacional ha dado en toda su historia? ¿Qué diría si supiera que una decisión por parte de enajenados promotores le está cegando el camino al más original de los cineastas del momento?
El pistoletazo de la censura no solo atraviesa la obra censurada, traspasa de lado a lado el alma de su creador. Lo digo por experiencia. Es una herida que rara vez sana.
Ayer, cuando estaba a media película, sentí miedo. Miedo al vacío en que pueden terminar nuestras vidas. Y detuve la película. Me levanté y fui a tomar un poco de agua. Estaba sin aliento, como en el título de Godard. Y sentí envidia, una envidia desgarradora. Yimit, en noventa minutos cargados de sugerencias sutiles, sabiduría dramatúrgica, acuciosa dirección de actores y desbordado coraje, sin pretenderlo, me había enseñado lo que debía haber sabido desde siempre: que jugándose el todo por el todo es como único se conquista ese misterio que se llama arte.
Como el resentimiento, la envidia es un sentimiento inevitable. Pero ninguna envidia es sana. Por tanto, lo único que nos queda por hacer, a mí y a todos los que se han sentido sacudidos por el film de Ramírez, es ponernos los electrodos y darnos un electroshock; digo, si aún estamos a tiempo.
A veces por las tardes, cuando escribo el guión que supuestamente me llevará de regreso al cine de ficción, tengo la sensación de que, más que un acto de creación, es una sesión de terapia. Después de ver Quiero hacer una película, no puedo sin embargo conceder un segundo más a ese pesimismo. Si necesito verdaderamente volver a filmar, lo tengo que hacer aunque deba esconderme como Tony, el personaje del film, debajo de una cama.
Parafraseo de nuevo (y pido perdón si parece una lección): una república no se funda como un campamento, una república no crece pidiéndole a sus artistas que usen uniformes, una república perece si se oscurecen las pantallas del arte.
Gracias, Yimit Ramírez. Gracias Neisy Alpízar. Gracias, Tony Alonso. Por robarme el corazón.
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