‘Abisal’ o la fuga de lo concreto
Por ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS -22 noviembre, 2023
RIALTA
Abisal (Alejandro Alonso, 2021) es una crónica sobre el fin eterno, sobre la melancólica belleza de la descomposición y la impresionante precipitación de unos leviatanes heridos a la boca del Infierno, pedazo a pedazo.
Tal como sucede en la previa Terranova (2020) –codirigida junto al español Alejandro Pérez– con la ciudad en plena transmutación espectral, Alonso cartografía aquí la erosión, el desmoronamiento, la fuga de lo concreto, la disolución de lo sólido. Abisal –que como parte del IV Festival de Cine INSTAR estará disponible para los públicos cubanos en la plataforma online Festhome del 4 al 10 de diciembre, siempre entre 10:00 de la mañana y 12:00 de la noche– capta un universo en transición hacia misteriosos estados de la existencia, incomprensibles para el raciocinio humano.
En efecto, la película puede ser, como su título sugiere, un oteo de los estratos más profundos de la vida, a donde apenas alcanzan las raíces del Árbol del Mundo. Y los espectadores de Buenos Aires están invitados a asomarse ahí –también gracias a la iniciativa trasnacional de INSTAR– el martes 5 de diciembre, en el Centro Cultural General San Martín, así como otros tantos cinéfilos el jueves 7 en la Zumzeig Cinecooperativa de Barcelona; el viernes 8 en La Maison de l’Amérique Latine, en París, y el domingo 10 en el Laboratorio Arte Alameda de la Ciudad México.
El laureado filme de Alonso es un gran epitafio para estos grandes tanqueros, de orgullo oxidado y silencioso, que sobresalen en la superficie de un cementerio de barcos como lápidas de sí mismos. Sus cascos resultan masivas alegorías de lo inútil y, sobre todo, de la futilidad del entusiasmo maquinista que, por ejemplo, llevó a autores modernos como Dziga Vertov a componer los impresionantes ballets cinéticos que aparecen en el clásico El hombre de la cámara (1929): toda una apología del bello y sincrónico poder de la industria como eje del progreso de la Humanidad.
En Abisal, las máquinas de Vertov callan, pierden sentido en su inmovilidad definitiva. Los pistones ya no galopan con ritmo indetenible hacia el futuro. Los engranajes ya no cantan su himno triunfal, ya no giran como planetas frenéticos. El óxido los amortaja, los acolcha, apacigua un poco el frío que trae la noche, a la vez que los engulle y deforma sus ángulos. Derruye sus individualidades, funde sus formas brillantes y agudas en una homogeneidad marrón, indefinida, polvorienta. Poco a poco, los barcos se transforman en dunas. Polvo al polvo. Agua al agua.
Este último puerto, como quizás pareciera, no cuenta con el solemne sosiego que pudiera hallarse en un cementerio de elefantes, donde los monstruos reposan en una paz de titánicos huesos y marfiles. El último sueño de los colosos marinos soporta una tortura final; este es un círculo del Infierno donde están condenados el desmembramiento perenne, a causa de pecados desconocidos. Las moles varadas aceptan impotentes tal suplicio de mutilación y desfiguración, quizás rogando para sus adentros que las dejen ahogarse en paz, entregadas a la modorra corrosiva y al bienhechor olvido de sí mismas.
Sufren también la intrusión de los hombres, que hormiguean entre ellas, encargados de quebrar sus costillas y espinazos, despedazando la obra gloriosa de otros hombres: estos viejos monumentos al triunfo de la voluntad sobre la Naturaleza y sobre Dios mismo. Con mecanicidad aturdida de perpetuum mobile, cumplen una tarea descivilizatoria, antimaquinista, como termitas que anclan su existencia y subsistencia en el descoyuntamiento concienzudo de las más fuertes armazones pensadas por los ingenieros.
Las figuras antropomorfas terminan fundiéndose, indiferenciándose en los paisajes ruinosos donde desempeñan sus tareas de aniquilación. De agresivos y ajenos entes van a convertirse en complementos, en residentes simbióticos de estos pecios soñolientos que asoman sobre las aguas del último día.
Estos hombres de Abisal, atrapados en el cementerio junto a las interminables osamentas que deben dislocar, sufren la suerte tautológica de Sísifo. Los ejecutores de la condena son a la vez condenados, e ignorantes de ello. En varios de los mejores planos de Abisal, Alonso –siempre a cargo de la fotografía en sus películas– funde sus siluetas laboriosas con las moles en descomposición, atándolas a la misma suerte. Son visiones crepusculares donde el contraluz imperioso anula toda percepción de individualidad; son espacios invadidos por efluvios densos que devoran las formas; las vacían de volumen y difuminan cualquier identidad.
El personaje protagónico (Raudel González Cordero) parece por momentos adquirir una leve consciencia de habitar un lugar sin tiempo, ajeno, marginado del fluir dialéctico de la existencia. Una pulsión constante lo lleva a husmear en las laberínticas entrañas de los buques muertos, a hurgar en sus secretos, los restos de vida que puedan permanecer en los rincones y que se revelan de sopetón, generando caos en el silencio. Busca razones para sus faenas redundantes: la destrucción de lo inmóvil, lo inútil, lo muerto.
Se ve atraído por los relatos de lo sobrenatural, asediado por la sensación de que hay algo allende la normalidad preestablecida y los juicios terminantes sobre el bien y el mal, sobre lo que “es” y “no es” sin matices. Posiblemente percibe el más allá porque ya lo habita, porque es un fantasma todavía inconsciente de su nuevo estado. O porque quizás siempre fue un fantasma. La duda y la desazón no lo abandonan y lo hacen disonante entre sus compañeros, que se hallan más a gusto con el entorno.
Abisal propone la inmersión en una esfera de extrañamiento y atrofia habitada por monstruosidades y espectros, iluminada por un sol del fin del mundo, cuya luna es sustituida por la ciclópea órbita de un faro: suerte de cerbero infernal que parece mantener una celosa vigilancia panóptica sobre todo el paraje. Alejandro Alonso despliega un relato difuso y abisalmente bello sobre los últimos restos de la vida, en espera del apocalipsis definitivo que sumirá todo en la nada, donde se podrá, al fin, soñar.
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